viernes, mayo 18, 2012

Para justicia, la de los humanos

    El sr. X recibe en su domicilio una notificación: debe presentarse ante los tribunales de la ciudad C el día D a la hora H. El sr. X ya tiene compromisos para ese día a esa hora, pero decide reprogramarlos a fin de poder cumplir con su citación. Tan ciudadano él. A la hora señalada, el sr. X hace su aparición en la oficina O de los tribunales. Lo recibe la srta. Y, secretaria del juez. “El juez quiere informarle que ordenó el secuestro de su licencia de conducir. Debe concurrir a esta oficina en cualquier momento durante los próximos cinco días hábiles para hacer entrega de la misma.” El sr. X no se sorprende, hace apenas siete meses el juez dictó su prohibición de conducir a causa de un accidente en el que se vio involucrado. Ignorante de los procedimientos judiciales, le pregunta a la srta. Y si no existe la posibilidad de que alguien pase a buscar la licencia por su domicilio. “De ningún modo”, responde indignada la srta. Y. “Imagínese si el juez va a librar una orden de hallanamiento policial solo para pasar a buscar su licencia. No sería sensato.” La lógica de la secretaria del juez conforma al sr. X. Ninguna persona con una mínima capacidad de razonamiento podría contradecirla. Lo más sensato, se convence, es haber sido convocado a esa oficina para recibir la información de que debe presentarse otro día a entregar su licencia. “Firme aquí.”, la secretaria da por terminado el asunto y le extiende un documento.
    Mientras baja las escaleras de los tribunales, el sr. X piensa que, gracias a Dios, todavía quedan personas juiciosas en este mundo.

miércoles, marzo 28, 2012

La cancha más cara del mundo

    La historia que voy a escribir ocurrió realmente. Tuvo lugar en Mazunte, en el pacífico mexicano. No daré los nombres de los verdaderos protagonistas de los hechos, no para protegerlos, sino porque los desconozco. Tampoco todos los detalles serán absolutamente fieles a la realidad. Pero supongamos que pasó así, tal cual lo voy a contar, y todos contentos. Total, quienes conocieron la historia de primera mano no podrán desmentirme, porque nunca se van a enterar de que escribí esto.
    Como decía, esta historia ocurrió en Mazunte, más precisamente en La Ventanilla, una playa al lado de Mazunte, famosa por el criadero de cocodrilos y por ser un punto en la ruta de la cocaína que sube por vía marítima desde Colombia hasta los Estados Unidos. Esta historia pasó, digamos, unos cinco años atrás.
    Una lancha deportiva fue interceptada por la marina armada mexicana. Aparentemente los había alertado un colombiano que quedó fuera del negocio a último momento. En la lancha viajaban tres colombianos, un mexicano y doscientos kilos de cocaína pura, distribuidos en diez sacos de veinte kilos cada uno. También había armas, mezcal y ron.
    El barco de la marina armada los forzó a detenerse justo en la playa de La Ventanilla. Los cuatro tripulantes de la lancha bajaron a los tiros y se dieron a la fuga. Corrieron tras ellos, también a los tiros, todos los soldados del barco de la marina. El cargamento quedó abandonado por unos minutos, hasta que lo descubrió un vecino del lugar. Se fue acercando, despacio, primero con miedo, después con decisión, empujado por la curiosidad. Se subió a la lancha y no tardó en descubrir el escondite con los diez sacos llenos de oro blanco. Sintió una emoción enorme, se aceleró el pulso de su corazón. Tenía miedo, cómo no, nunca antes se le había cruzado por la cabeza hacer algo así. Pero tampoco se le había presentado una oportunidad tan buena, de esas que no se repiten en toda la vida. En seguida buscó un número en la agenda de su celular y a los pocos minutos tres vecinos lo estaban ayudando a descargar la mercadería. La cargaron en el Volkswagen escarabajo de uno de ellos y huyeron a toda marcha. Cuando volvieron los soldados que sobrevivieron (en la balacera cayeron dos de ellos y los tres colombianos, el mexicano se dio a la fuga) se llevaron la noticia de que alguien ya había vaciado la carga. No se sorprendieron, los narcos tienen una logística a toda prueba. Lo que les preocupaba era cómo ocultar ante las autoridades su negligencia de novatos, al abandonar la mercadería en la persecución.
    A todo esto los vecinos descargaron los sacos en la casa de su descubridor. Festejaron con unos vasos de mezcal. No se habló sobre el destino del cargamento, tácitamente ya todos sabían qué harían con él.
    Una semana después jugaron el clásico regional de fútbol: Mazunte contra Huatulco. Ganó Huatulco tres a uno, pero eso a nadie le importaba. El pueblo era una fiesta. Mazunte inauguraba su nueva cancha, con las líneas perfectamente definidas. Habían usado para trazar el perímetro de la cancha, la línea y el círculo central, las áreas y las esquinas, los doscientos kilos de cocaína pura llegada de Colombia.
    Confundir la cocaína con cal les puede haber hecho perder el negocio de sus vidas, pero nada les va a hacer olvidar la alegría de ese día en el que, después de tantos años, pudieron un jugar un partido con las líneas perfectamente marcadas sobre la tierra.


miércoles, marzo 21, 2012

Y retembló en sus centros la tierra

México DF, 20/03/2012

 Con mi pasaje para Oaxaca en el bolsillo, fui a comprar algo para comer durante el viaje. Le pedí al puestero una torta oaxaqueña (un sandwich de chorizo, queso, cebolla, huevo, aguacate y, desde ya, una salsa picosa). El hombre era oaxaqueño y muy simpatico. ¿Argentino? Che, boludo, coño. Me estaba preparando la torta cuando me empecé a sentir mareado. No entendía por qué pero de pronto perdí el equilibrio. Entonces vi la cara del oaxaqueño que por primera vez no sonreía: "¡Temblor!", le gritó a otro puestero. Una señora empieza a correr. "Despacio, señora, no corra", le gritan. Ahí recuerdo los carteles con instrucciones de qué hacer en caso de sismo que cuelgan en todos los sitios públicos del DF. Salgo de la zona de puestos con precarios techos de chapa. Busco un punto de encuentro (una zona segura señalizada en el piso), pero no veo ninguno. Me quedo en la calle, calculando estar lejos de cualquier objeto que pueda caerme encima. El suelo se sigue moviendo, estoy en un samba kilométrico. Veo una enorme torre de iluminación que se sacude como la copa de una palmera en la tormenta. Tengo miedo pero al mismo tiempo estoy fascinado. Filmo el meneo del gigante lumínico. La gente no parece asustada, más bien parecen tomarlo con naturalidad. Un par de personas continúa su camino normalmente, la mayoría se detiene a mirar la torre semoviente. El temblor pasa, vuelvo por mi torta. "Ahí volvió el güerito", se alegra el puestero que pensaba que me había escapado. Le cuento que fue mi primer temblor, él que hacía muchos años no pasaba. Me sigue recomendando lugares para conocer en Oaxaca, qué tengo que comer, dónde tengo que dormir, con qué putas tengo que cojer. Le digo que no me gusta pagar y me dice que me va a presentar a su sobrina para que me la lleve a Buenos Aires. Termina de prepararme la torta y me voy. Todavía sigo con la sensación de quien acaba de bajar de la montaña rusa y, ya en tierra firme, no deja de sentir los sacudones en sus entrañas. El mareo me dura un par de minutos más. Las pantallas colgantes de la terminal creen, como yo, que el temblor continúa, aunque hace ya un tiempo que paró.

 Ahora estoy en el micro camino a Oaxaca. Algunos pasajeros llaman a sus familiares para checar que estén bien. El chofer sintoniza una radio en la que reportan los detalles del terremoto, que fue de 7,8º, que el presidente Calderón anunció que no hay víctimas. Yo voy con mis auriculares escuchando Soda Stereo:


Yo caminaré entre las piedras
hasta sentir el temblor
en mis piernas.

lunes, enero 09, 2012

El amanecer de Carlitos y sus hijos

Mi nutricionista me dijo que una hamburguesa de Carlitos equivale en calorías a treinta y cuatro manzanas verdes y dos rojas. Me miraba por sobre los anteojos, muy fijamente, cuando me lo dijo. Después agregó: “y si te clavás un panqueque de dulce de leche, ahí tenemos que cambiar la unidad de medida”. Hizo una pausa de unos segundos mientras me escrutaba con la mirada llena de reproche. Apoyó los anteojos sobre el escritorio, se restregó los ojos con la manga de la camisa y, tras liberar un suspiro, se llevó la mano derecha a la entrepierna. “Bananas, Néstor. Hablamos de más de cincuenta bananas”. Siempre me llamaba Néstor, creo que le recordaba a alguien con ese nombre. Por no contrariarlo, jamás lo corregí. Debo admitir que sus comparaciones resultaron muy persuasivas. No cancelé mi viaje a Villa Gesell, como me pareció que pretendía mi nutricionista, pero sí abandoné la idea de cenar en Carlitos. Unas vacaciones light, por qué no. Además, en Villa Gesell se come buen pescado, pensaba para consolarme.
El segundo día de enero me desperté bien temprano, desayuné ligero y cargué el bolso y la tele en el baúl del auto. El día siguiente partí con mi perro Séter rumbo a la costa argentina. Villa Gesell nos recibió con la tranquilidad de un mediodía veraniego; las calles vacías, la playa desierta, todo el mundo a resguardo del sol que, a esas horas, es capaz de hervir en menos de cinco minutos una botella de cerveza recién salida del freezer. El departamento que alquilé estaba a dos cuadras de la playa y a una de la avenida principal. Apenas nos instalamos, me eché a dormir una siesta mientras Séter aprovechaba para husmear todos los rincones de su nuevo hábitat. Una vez despierto, ordené un poco las cosas, me pegué una ducha y preparé el bolso matero. Séter me acompañó a la playa, donde se dedicó a pelear contra las olas. A la gente le causaba mucha gracia ver a un perro pequinés boxeando contra el mar. La pelea era golpe por golpe: la marea atacaba a Séter con subidas previsibles pero furibundas; el perro se defendía retrocediendo unos centímetros, de frente, sin darle nunca la espalda a su rival, y contraatacaba a los mordiscones. Aunque el combate fue muy parejo, al final ganó el mar por abandono. A todo esto yo tomaba mate y les ponía puntajes a los culos que pasaban por la orilla. Cuando empezó a anochecer, unos pibes armaron un picado de fútbol y me invitaron a jugar, pero no quería dejar solo a mi perro. Volví a casa pensando qué verduras iba a comprar para la ensalada.
Después de comer, dejé a Séter en el departamento y salí a dar unas vueltas por el centro. La peatonal era una orgía de calorías, a cada paso me cruzaba con veraneantes que deglutían papas fritas, rabas, helados, hamburguesas o churros. Me sentía un Cristo de la vida sana, tentado por paraísos artificiales de azúcares y grasas. Mi nutricionista estaría orgulloso de mi resistencia, pensaba. Y en eso lo vi. Salía de un restaurant, iba solo. “¡Doctor!”, le grité a modo de saludo. Levantó la vista sobresaltado. Al reconocerme, me devolvió un: “Ah, Néstor” y se calló. “No sabía que veraneaba en Villa Gesell”, le dije, a mitad de camino entre la pregunta y la afirmación. “Sí”, respondió secamente. Se lo notaba incómodo, tenso, algo nervioso. No debe ser muy grato que un paciente te encuentre una noche en malla y ojotas después de cenar, se me ocurría. “Nos vemos en Buenos Aires”, se despidió antes de alejarse apurando el paso. No me dio tiempo de decir nada más. Me dispuse a tomar apunte del restaurant, si mi nutricionista cenaba ahí, yo también tenía que hacerlo.
Hubiera preferido encontrar mi nombre inscripto bajorrelieve en una lápida de piedra antes que leer las ocho fatídicas letras que pendían de ese letrero. ¡Carlitos! Nunca en mi vida me había llevado una decepción tan grande. No podía parar de imaginarme a mi nutricionista devorando una hamburguesa con panceta y huevo frito, riéndose de sus pacientes , de la rúcula y del tomate.
A modo de venganza, entré en Carlitos con la intención de pedir la hamburguesa más completa que ofreciera el menú. Pero un empleado de limpieza echó por tierra mi plan: “ya estamos cerrando, el señor Carlitos está cansado y quiere irse a dormir”. En ese momento recordé que la fama de la hamburguesería se debía a su carácter familiar. Carlitos trabajaba en la cocina junto con uno de sus hijos, mientras que otros tres hijos se ocupaban de atender las mesas, y el quinto, de la caja. Para la limpieza contrataban empleados. Lo que no sabía era que, además de trabajar en familia, vivían todos juntos en un cuartito arriba del restaurant. El empleado me señaló, por si no le creía, la puerta que conducía a la vivienda. Daba la impresión de que había gente fumando ahí dentro. Lo dejé continuar con sus labores higiénicas y volví al departamento a descansar.
Séter me despertó la mañana siguiente con sus ladridos histéricos. Quería salir a cagar. Aproveché la caminata para comprar el diario y un poco de pan negro para el desayuno. Iba por la tercera tostada, creo, cuando llegué a la página de noticias policiales. “Amaneció en llamas Carlitos, el rey de la hamburguesa en Villa Gesell”, anunciaba el título en letras catástrofe. La bajada agregaba: “Carlitos y sus hijos, todos calcinados. El local, destruido.” Tuve que leer dos o tres veces el título para digerirlo. Según el cuerpo de la nota, el incendio había sido intencional, y todas las sospechas recaían sobre El Beto, el rey de las hamburguesas de soja, una nueva cadena de comida rápida que estaba haciendo furor en la costa atlántica. Dos imágenes acompañaban el artículo: una foto de Carlitos, sonriente, con un gorro playero color rojo y, al lado, una foto de El Beto, el presunto asesino, con una barba candado como la de mi nutricionista. Mejor dicho, la de mi nutricionista. El epígrafe no dejaba dudas: “Alberto Coromillas, alias El Beto, nutricionista y empresario gastronómico.”
No pude terminar de leer la noticia. Cerré el diario horrorizado, junté mis cosas lo más rápido que pude y las metí junto con Séter en el auto. Pocas horas después estaba de vuelta en la Capital. Antes de entrar a casa, paré en una verdulería y pedí treinta y cuatro manzanas verdes y dos rojas. “No, no”, me arrepentí: “mejor deme más de cincuenta bananas”.

miércoles, diciembre 07, 2011

Opinología barata sobre el cine 3D

        Ayer fui a ver Pina, de Win Wenders, en 3D. La película tiene imágenes bellísimas, pero como cada vez que veo una película en 3D, no puedo evitar plantearme algunas cuestiones sobre el formato. Creo que es evidente que todavía falta mucho para que aparezcan películas que exploten al máximo las posibilidades de esta tecnología. Independientemente del debate sobre las consecuencias que podría traerle a la salud, encuentro por lo menos 3 grandes problemas relacionados con la distribución, con el arte y con el propio medio.
       El tema con la distribución básicamente tiene que ver con los subtítulos. En Argentina, como en muchos otros países, las películas habladas en lengua extranjera, con excepción de las infantiles, se subtitulan. Si bien los subtítulos siempre son un obstáculo para apreciar una película (porque al atraer la atención hacia una pequeña parte de la pantalla y exigir esfuerzos intelectuales en la lectura distraen al espectador) en el caso del 3D me parece que es mucho peor, porque, al menos en todas las películas que yo vi, se trata de un texto 2D superpuesto a las imágenes tridimensionales. O sea, atenta contra el efecto 3D, se hace evidente el límite de la pantalla rectangular sobre la que se proyectan las imágenes y los subtítulos. Se llama la atención sobre la planitud y se desmantela el hechizo tridimensional.
Creo que deberíamos cambiar radicalmente nuestra concepción de los subtítulos. Hay que pensarlos como parte del arte de la película y dedicarles tantos esfuerzos creativos como al guión o la fotografía. Los subtítulos deberían ser también 3D y estar integrados con la película “original” como un todo indisociable. Es posible que algunas compañías hayan comenzado a avanzar en este sentido, no lo sé.
         Respecto del arte, por razones cronológicas es obvio que los directores que ahora están incursionando en el 3D tuvieron su formación cinematográfica con el 2D. Muchos de los planos que conocemos y que estos directores estudiaron y pusieron en práctica no sirven, en mi opinión, para el 3D. Caso paradigmático, el primer plano. Cada vez que se me aparece un primer plano en una película 3D, lo primero que me salta a la vista es el marco de la pantalla rectangular. Si el 3D busca cuestionar los límites mostrando imágenes que “salen” de la pantalla, los planos que muestran un cuerpo recortado ponen el énfasis justamente en lo contrario: en el límite de la pantalla, en el marco bidimensional que “contiene” (y recorta) las imágenes. En el 3D sigue presente lo que Peter Greenaway llama la “tiranía del marco” (http://www.egs.edu/faculty/peter-greenaway/articles/have-we-seen-any-cinema-yet/ ), o sea, el hecho de que las imágenes que percibimos están encerradas en un recuadro más o menos grande, pero siempre limitado y visible en una sola dirección.
Si bien está claro que el marco resulta imprescindible en este tipo de cine y que, por consecuencia, las imágenes siempre sufrirán algún recorte, creo yo que éste resulta mucho más evidente cuando es el cuerpo humano el que aparece fraccionado. Cuando se fraccionan objetos no tan cotidianos, o el suelo, etc, pero se percibe el cuerpo humano en su completud, las limitaciones de la pantalla pasan más desapercibidas.
       En cuanto a los problemas con el medio, supongo que depende mucho de las tecnologías de captura, tratamiento y proyección de las imágenes. Pero muchas veces da la impresión de que el 3D en realidad consiste en imágenes 2D superpuestas con cierta profundidad. O sea, la relación entre los objetos resulta tridimensional, pero todavía no parece que cada objeto tenga una corporeidad tridimensional. A veces es como esos libritos infantiles con imágenes planas de cartón que se levantan a diferentes alturas produciendo un efecto de profundidad que no deja de hacer evidente el hecho de que cada una de las imágenes que componen la escena es plana.
      El tiempo dirá si el 3D llegó para revolucionar el cine como lo hicieron el color y el sonido en la primera mitad del siglo XX, o si por el contrario se trata de una moda pasajera como lo fue el Cinerama o el Polivisión. Pero en cualquier caso está claro que todavía falta mucho para que se desarrolle la técnica de un cine auténticamente 3D.

lunes, noviembre 14, 2011

Red social

  Mucho se ha comentado sobre la admiración de Mark Zuckerberg por la literatura de Borges, en particular por sus ensayos. Es poco sabido, sin embargo, que durante su primer año en Harvard, en un descanso del estudio, Mark leyó: “Actualmente, el género policial ha decaído mucho en Estados Unidos.” Y después leyó: “Se ha olvidado el origen intelectual del relato policial.”
  El joven Zuckerberg también estaba cansado de los detectives de policial negro, siempre metiendo sus narices en el barro, siempre detrás de algún oscuro personaje, ávidos de averiguarlo todo. A Mark, como a Borges, le gustaban los detectives clásicos, los Auguste Dupin, los Sherlock Holmes. Fríos, distantes, matemáticos, puro cerebro, pura deducción. Sacar fotos, revisar archivos, descubrir infidelidades, escuchar conversaciones ajenas le parecían a Mark ocupaciones indignas de un detective. El verdadero detective, en su opinión, investiga poco y deduce mucho.
  ¿Cómo volver al policial clásico? Se preguntaba Mark. ¿Cómo hacer inútil la labor del detective de policial negro al punto de que todos sus esfuerzos investigativos queden reducidos a un ademán absurdo? ¿Cómo ridiculizar al investigador que se juega la vida para obtener el mínimo retazo de información?
  Y entonces, en homenaje a Poe y a Conan Doyle, inventó Facebook.

miércoles, octubre 19, 2011

Charla de ascensor

  Un hombre de unos cuarenta años, treinta y ocho digamos, atravesó el hall de entrada del edificio saludando con un ademán al encargado de seguridad. Presionó el botón para llamar al ascensor, que esperó chancleteando impaciente. Usaba unas ojotas havaianas negras que había comprado a muy buen precio en la calle Florida. El ascensor se detuvo en la planta baja anunciando su arribo con un clink. Después de marcar el piso dieciocho, el hombre corroboró su peinado con el espejo. Sin darle tiempo a iniciar la subida, otro hombre, de unos cuarenta y ocho años, digamos cincuenta, se abalanzó al interior ganándole una tácita carrera a la placa metálica de la puerta. Una vez más, su esbeltez le había ahorrado tediosos segundos de espera. El hombre de las havaianas, que ya había abandonado el cuidado de su pelo, le preguntó a qué piso iba, y el flaco le respondió que al dieciséis. Aunque los dos llevaban años viviendo en el edificio, ésta era la primera vez que se cruzaban.
  - Calorcito, ¿eh? - Comentó el hombre de las havaianas para llenar el vacío del viaje.
- ¿Te parece? - Respondió el flaco – para mi gusto está un poco fresco -. Su opinión se condecía con el saquito de lana que llevaba puesto sobre la camisa de manga larga.
-¿Fresco? Estás en pedo vos, hace un calor de cagarse.
- Mirá, macho, si vos tenés calor es cosa tuya. Yo me estoy cagando de frío desde hoy... hace menos de quince grados.
- Callate, gil – el hombre de las havaianas comenzaba a perder la paciencia, odiaba que contradijeran sus opiniones climatológicas. - De sensación térmica hay más de veinte, lo acabo de ver en TN.
- Más de veinte tiene ésta – dijo el flaco friolento sacudiéndose el jean a la altura de la ingle. - Si te digo que hace frío vos cerrás el orto.
- Vos tenés frío porque sos un tragaleche.
         Los últimos cinco pisos permanecieron en silencio con la mirada clavada en los ojos del otro. Cuando el ascensor llegó al piso dieciséis, el flaco salió rozando intencionalmente el esternón del hombre de havaianas con su codo izquierdo. Mientras se cerraba la puerta, el de havaianas gritó:
- ¡Andá a prender la estufita, soplanuca!
  Llegado al piso dieciocho, entró a su departamento con dos vueltas de llave y estampó la ojota izquierda contra la pared. Enseguida fue hasta la cocina y agarró un tramontina del cajón de los cubiertos. En el camino de vuelta a la puerta de entrada al departamento (desde su punto de vista, la puerta de salida) se detuvo en seco y volvió sobre sus pasos para cambiar el tramontina por la cuchilla de cortar carne. Entonces sí salió al palier preparado para achurar al vecino.
  Bajó los dos pisos por las escaleras, la falta de una ojota lo hacía caminar con dificultad pero no tenía ganas de esperar el ascensor. Cacheteó sonoramente la puerta del flaco con la palma de la mano cuatro veces. A la quinta, se asomó una mujer:
- ¿Sí? - Preguntó mientras relojeaba el pie descalzo del desconocido.
- ¿Está su marido, doña?
- ¿Asunto?
- Climatología.
- A ver -. La señora entornó la puerta y se adentró en el departamento gritando palabras ininteligibles. El hombre de la havaiana esperó del lado de afuera. La mano derecha, con la que empuñaba la cuchilla, le temblaba de manera casi imperceptible. Por el tragaluz del palier se filtraban unos rayos de sol que producían un efecto multicolor al refractar sobre las baldosas. Cuando volvió la cara a la entrada del departamento, pudo ver la pistola del flaco apuntándole directamente a los huevos.
- Te voy a enseñar a tener calor, infeliz. - El primer disparo impactó en la puerta del cuartito de la basura. Entonces aprovechó para abalanzarse sobre su contrincante blandiendo la cuchilla. El segundo disparo dio en el vidrio del tragaluz, que se quebró en pedazos. La punta de la cuchilla se hundió en el brazo que no sostenía la pistola, lo que le permitió al flaco disparar una tercera bala, que se introdujo en el empeine enfundado con la havaiana. Se desplomaron casi al mismo tiempo soltando sus armas. En ese momento cayeron las primeras gotas. Desde el suelo, a través del hueco del tragaluz, ambos hombres podían observar el arcoiris que comenzaba a formarse.

martes, enero 03, 2006

Costumbres de los dioses (vine, vi, violé)

Es de público conocimiento que a Silvia, la vestal, la violaron una mañana cuando iba a buscar aguas para lavar objetos sagrados. Es de público conocimiento, asimismo, que las vestales debían preservar su castidad y que aquella que no lo hiciera era enterrada viva. Es de público conocimiento, además, que el violador se llamaba Marte y era un dios, y que fruto de la divina violación fueron dos hermosos gemelos, uno de los cuales, Rómulo, habría de fundar Roma y sería divinizado.
Tito Livio sospecha que Silvia se revolcó con cualquier campesino y decidió contar semejante mentira, que serviría para justificar más adelante tantas aberraciones, por puro instinto de conservación.

La historia del nacimiento de Heracles (Hércules para los amigos) es un poco menos sabida y se remonta al feliz matrimonio de Almecna con Anfitrión. Plauto nos dice que mientras Anfitrión anda guerreando por ahí al mando de algún ejército griego, Júpiter (Zeus) sucumbe ante los encantos de la esposa de aquél y la posee tomando la forma de su marido, con la excusa de un repentino regreso. El dios supremo dispone que la mañana retrase su advenimiento para poder paladear la noche largo y tendido, tan lujuriosas son las costumbres olímpicas. Cuando llega el verdadero Anfitrión, pone su semilla junto con la de Júpiter y los hijos de uno y otro nacen simultáneamente. El mismo día de su nacimiento Heracles da muestras de su origen divino diferenciándose así de su hermano. Otra vez gemelos. Otra vez uno de ellos es divinizado.

Basta de gemelos. Abandonemos Roma con los romanos, sigámoslos en su marcha triunfal a Oriente. Estamos en Judea, cuna de un largo retroceso cultural. El culpable: otro héroe mítico, otro resultado de una casta y divina unión, otro hijo putativo de un amable anfitrión. La historia del nacimiento de Jesús es vox populi. María era virgen en el sentido estricto de la palabra, es decir, estando en condiciones de dar luz, no lo había hecho todavía. Eso no significa que José no gozara de las voluptuosidades de su cuerpo, sino que, a lo mejor, era estéril. Pero la fertilidad de María fue comprobada cuando Dios (ya no un dios, por más supremo que fuera, sino El Dios del que disponía el imaginario hebreo) le introdujo su divina semilla en el útero. El hijo nacido de la sagrada fiesta sería divinizado, una vez más, y su mítico origen constituiría una buena excusa para justificar, en el futuro, otras tantas aberraciones.
Monty Python nos deja su versión alternativa, según la cual María, luego de disfrutar del ardor de los soldados romanos, verdaderos latin lovers, hecha mano a una antigua y siempre efectiva estratagema: culpar a los dioses de las bajas pasiones humanas.

Pero a cuidarse de hacerlo muy a menudo. Como está visto, las consecuencias pueden ser funestas.

viernes, noviembre 25, 2005

La llamada

Idea de Nez

De un lado el cable se rizaba y volvía a espiralarse reflejando en su vaivén las ansiedades de Natalia. Del otro, un Phillips inalámbrico nos impide conocer el estado de espíritu de Natalia. Lo supondremos sereno para quebrar la simetría impuesta por una coincidencia nominal que a efectos de la narración puede resultar molesta. No es gratuita, sin embargo. La amistad entre las dos natalias (la ansiosa y la serena) había nacido precisamente con motivo de esta contingencia. Desde luego que un nombre sólo no basta para estrechar una relación amistosa, menos aun uno tan frecuentado por los padres de todo occidente. Pero sí había servido para sumar afinidades entre dos mujeres que poco tenían para compartir con la sociedad más que la fidelidad jurada a tal o cual emisión televisiva.

Natalia, la serena, daba a la otra consejos para la preparación de un pejerrey al roquefort de invención propia que hacía las delicias de sus visitas en las celebraciones. La ansiosa tomaba nota. Nuestra imaginación posmoderna, habituada a cierto lenguaje fílmico mucho más que al literario, nos impulsa a representarnos una especie de cuadro partido al medio con una Natalia de cada lado. No obstante lo cual habrá que figurarse una gran distancia entre las dos mujeres, tan vasta como la que separa a la localidad de Avellaneda del partido de San Martín.

La ansiosa vivía en Avellaneda y escuchaba los consejos de su amiga en tanto sus dedos modelaban la gomina espiralada, santa y patrona del cobre, que no tardaba en volver a su estado original para ser nuevamente mancillada. Lejos de ahí, el parlante de un Phillips permitía la introducción de su voz en la casa de Natalia, y, junto con su voz, una forma de su presencia (como muestran las publicidades televisivas de las compañías de teléfono) que abolía tiempos y espacios.

- Te dejo, voy a ver si me apuro a comprar el roquefort antes de que me cierre el mercado.
- ¿Pero entendiste bien todas las instrucciones que te di? Prestá atención a las cantidades, ahí está el truco.
- Sí, sí. Aunque no sé... tanto roquefort a Ernesto le puede caer medio pesado, vos sabés que no anda muy bien del hígado.
- Pero si el queso no afecta a el hígado. Hacé una cosa: hacé un poco de salsa de más por las dudas, y cualquier cosa a él se lo das livianito; pero a los chicos poneles mucha que sabés que para hacerles tragar pescado...
- Sí, sí, no te preocupés.
- Haceme caso. ¿Viste lo que pasó ayer en lo de Susana?
- No se puede creer, tan chico y mirá lo que le hacen hacer. Yo si soy la madre los mato a todos.
- Hoy lo repitieron en el programa del mediodía. No le perdonan una a la pobre.
- ¿Y qué querés? con lo bestia que es. El otro día también se mandó una macana...
- ¿Cuándo?
- No me acuerdo, pero me reí tanto, mirá. ¡Ay! La hora que es, me cierra el mercado.
- Tranquila que tenés tiempo. Hasta dentro de dos horas no cierran los chinos.
- Sí, los míos me cierran ya si no me apuro.
- Pero si es temprano ¿cómo va a cerrar el mercado a esta hora? Hoy no es feriado ¿o sí?
- No, ayer fue el día de la bandera, pero que yo sepa ya terminó. Te corto así me pongo los zapatos.
- Pero Natalia, que no cierra te digo. Sos cabezadura ¿eh?
- Y yo te digo que los de la esquina cierran a las ocho. ¿Quién les compra desde hace diez años?
- Vos, pero si decís que cierran a las ocho tenés dos horas de tiempo ¿por qué tanto apuro? No vas a ir arrastrándote.
- ¿Qué dos horas? Ya son las ocho pasadas, debe haber cerrado. Ahora voy a tener que pedir pizza. Mirá que te gusta discutir al cuete.
- Quedate tranquila que tenés mal el reloj. Son las seis, hasta podés bañarte y arreglarte tranquila.
- Vos tenés mal el reloj, Natalia, son las ocho, lo estoy viendo en la pared y en el mío de pulsera.
- Y yo estoy viendo el programa de las seis, debés tener mal los dos relojes.
- ¿Qué programa de las seis?
- La novela mejicana esa, no es que le preste atención, pero la pongo de fondo mientras hago las cosas de la casa. Me gusta que haya un poco de bochinche, como soy sola.
- Pero si yo ya la vi hace dos horas. ¿La estarán repitiendo?
- Disculpame pero hace dos horas yo vi el programa de chimentos. ¿Me estás haciendo un chiste? Poné la tele, no me asustés.
- Ahí está: el noticioso de las ocho. Empezó hace un rato ya, mejor voy pensando los gustos de empanadas...
- ¿Qué canal pusiste?
- El trece.
- ¡Y ahí está la novela!
- Que no. Escuchá que subo el volumen para que veas.
- ¡Es el noticioso! Sentí vos el mío.
- ¡La novela!

A pesar del tono de comedia con que ambas natalias sostenían su coloquio telefónico, el asunto escondía una gravedad mayúscula. Cada una pudo comprobar que la emisión que proyectaba el televisor de la otra no se correspondía con el horario programado, ni, peor aun, con la emisión que le ofrecía a ella el mismo canal. Es lícito conjeturar que el desfase no despertara en las damas ningún dilema filosófico, pero sería exagerado y hasta violento no esperar de ellas alguna reacción enérgica tendiente a la resolución del misterio.

- Escuchame una cosa Natalia: yo ahora voy para el mercado de tu barrio, que si ahí es la seis seguro tienen abierto.
- Dale, vení y de paso entrás un rato a casa para escuchar el teléfono. A ver si te escuchás a vos misma del otro lado, o algo, no sé. ¿Hace cuánto que estamos hablando?
- ¿Según mi tele o la tuya?
- Es lo mismo, Natalia. No te pregunté a qué hora empezamos a hablar sino hace cuánto tiempo. ¿Como una hora, no?
- Calculá que todavía no había terminado la novela... más de una hora harán. Me diste tantas instrucciones que...
- Entonces apurate a venir, si llegás dentro una hora por ahí hablás con vos misma.
- ¿Vos decís? Me pongo los zapatos y salgo para allá.

Natalia, la serena, inquietada por un enigma que escapaba a su comprensión, dejó toda labor hogareña a medio terminar y se tiró en la cama para matar el tiempo frente a la pantalla. Sintonizó el canal trece en su habitación antes de apagar el artefacto del comedor diario.

Natalia, la ansiosa, se subió a un remís bajo la exigencia de llevar la mayor prisa posible. Tenía cincuenta pesos por todo capital y esperaba contar con alguna sobra del viaje para comprar, cuando menos, un pedazo de roquefort en el mercado de San Martín. A mitad de camino se le ocurrió una idea brillante:

- Digame, chofer ¿tiene hora?
- No, doña ¿para qué voy a tener reloj? ¿para que me maten para sacármelo? Yo me guío por los astros, como los antiguos ¿sabe?
- ¿Y qué hora serán?
- Y... está cayendo el sol. A esta altura del año cae entre las seis, las siete... a más tardar las ocho, ocho y media.

Descendió frente a la casa de Natalia con un billete de diez y algunas monedas en el bolsillo. Llamó a la puerta, entró y se abalanzó hacia el teléfono como si esperara encontrar en el inerte tubo de plástico la cifra de la felicidad. Lo que encontró, por el contrario, fue un tut que se repetía a intervalos regulares.

- ¿Qué pasó, Natalia? No me digas que cortaste.
- Claro que corté, si no iba a salir una fortuna esta llamada. Por un pejerrey al roquefort no vale la pena. Igual si corta una de las dos la conexión no se pierde; vos no tenías que haber cortado, idiota.
- Pero no, el que recibe la llamada es el que puede cortar, pero si corta el que la hace se corta todo.
- ¿Y quién llamó a quién?
- No me acuerdo... ¡qué taradas!
- Bueno, ya está, ya pasó. Ahora hay que averiguar la hora, no sea cosa que el mercado esté cerrado.

El televisor del comedor diario se encendió en el canal trece. Pasaban el programa de costumbre.

jueves, noviembre 24, 2005

Breves ejercicios de escritura automática

La mitad del Sahara (ni reyes ni laberintos)

Si te parás en la exacta mitad del Sahara, mires para donde mires, sólo vas a ver arena. Yo lo comprobé. No sé si era la exacta mitad, pero era alguna mitad. La mitad de la mitad no deja de ser una mitad. Repitiendo la misma fórmula llegamos a que todo punto del Sahara es una mitad. Una línea es una sucesión infinita de mitades. Lo dijo Aquiles mientras perseguía a la tortuga. El Sahara es igual. El problema es llegar a la mitad del Sahara. Muchos hombres lo han intentado. Los mediocres caminan dos pasos desde Zagora y gritan “Estoy en la mitad de la mitad de la mitad de la…” nadie se toma el trabajo de corroborar la veracidad de su afirmación y se adjudican la hazaña. Sin embargo, yo sé que hubo quienes se situaron en la exacta mitad del Sahara sin trucos, sin sofismas, sin divagaciones. Se pararon en el medio y miraron. Infinito para todos lados, nada más. El sol se cae del mundo, me contaron. Yo lo vi, pero no era la mitad. Era una mitad, no la exacta mitad. De todas formas el sol se caía del mundo. Pero no había infinito para todos lados. Nomás para algunos.

Hay gente que vive en el Sahara. No sé cómo hacen para no perderse entre tantas mitades.


Breve historia de la escritura

La escritura no existió siempre. Por ejemplo, no existía antes de la aparición del primer hombre. No existía tampoco antes, en la era paleolítica. Nació, como todo ser vivo, se desarrolla y morirá. Ninguno de nosotros va a vivir para ver ese momento. Por más optimista que sea respecto de la perpetuidad de estas líneas, me resulta difícil imaginar su lectura después de la muerte de la escritura. Escritura y lectura son dos mitades de un mismo acto. Nunca se podrá comprobar la muerte de la escritura ni la de la lectura por la sencilla razón de que cuando llegue el momento, no habrá forma de saber de qué se trataban tales operaciones. A lo sumo se podrá atestiguar su agonía. A nosotros nos parece que las letras existieron siempre, tan asimiladas las tenemos. Casi como el trazo, el garabato, la coca-cola. Todo eso lo inventó alguien. Un genio. Como todo genio, el inventor de la escritura fue olvidado. Hoy ya nadie recuerda su nombre. Millones de años atrás era una celebridad comparable a Maradona. Con el tiempo todo se olvida y lo mismo sucederá con Maradona, con Einstein, con Sócrates. En un par de centenares de años ya nadie leerá a Sócrates. El mundo cambia, evoluciona. La escritura es sólo una moda dentro de una cadena infinita. Como las pinturas rupestres. Modas. Hoy está de moda la computadora. Hace cincuenta años (ya no digo setenta y cinco) nadie hubiera imaginado que el papel iba a desaparecer. Sin embargo ¿quién usa hoy un cuaderno? La computación destruyó la escritura artesanal y en breve destruirá toda clase de escritura. Las grabaciones sonoras serán el soporte de los libros del futuro. ¿Para qué quemarse los ojos leyendo el Quijote si Cervantes nos lo puede contar en persona? Las novelas del futuro vendrán con un clon del autor que nos explicará qué quiso decir con esto y con aquello, y entonces sí podremos dedicarnos al estudio de la botánica. Mientras tanto sueño.

domingo, octubre 02, 2005

Limes literarios

Arturo Puig saludó desde la ventana del coche a su mujer que moría acribillada por un sable enemigo de la revolución. Levantó el vidrio y le gritó al chofer ¡a la ópera! Martí y Crane blandieron sus plumas a destiempo y la posteridad quiso que uno fuera héroe y el otro eunuco. Dentro de cincuenta años nadie recordará a Arturo Puig, pero los yuppies de todo el mundo seguirán leyendo The red badge en el aeropuerto internacional de Cuba.

Más Faulkner que Martí engendró a Borges que engendró a Eco que engendró a Sandro que engendró a Aira. Emily cultivó rosas blancas, el maravilloso nombre de la cosa resplandeció en el cielo lebruno.

Se cuenta que el frágil y cegatón Joyce en sus borracheras parisinas gustaba de entablar combates con desconocidos y convocar el socorro del grandulón Hemingway. Hemingway imponía su porte en los bares de noche y por la mañana hilaba novelas de cómodo talle small. Se enorgullecía de su cuerpo hasta tal punto que en ninguna refriega se atrevió a aconsejarle a Joyce “tirale una novela tuya por la cabeza”.

viernes, septiembre 30, 2005

Vacaciones en Iguazú

         Entonces me serví otro vaso de whisky. Ella miraba impasible el líquido turbio pasar con lentitud de un recipiente a otro. Por sus pupilas adiviné que estaba recordando algo. Mi hermano se cayó a las Cataratas del Iguazú. Yo tenía siete años. Grité su nombre esperando alguna especie de milagro pero no lo pude salvar. No lloré. Nunca más en mi vida. La visión de un llanto ajeno, de una canilla abierta o del verterse líquido en un vaso me despierta de modo mecánico el recuerdo de su caída. Perdoná, de haberlo sabido…
         No pude tomar el whisky, el vaso quedó lleno. El líquido a la intemperie fue adquiriendo colores absurdos: rosa, verde, amarillo. Nunca más me atreví a tocarla. Ella lo advirtió pero no dijo nada. Nuestra vida conyugal fue convirtiéndose de a poco en una pesadilla. Empezó a traer amigos y amigas. Los llevaba a la habitación mientras yo permanecía en el comedor con la mirada absorta en el espectáculo cromático del vaso lleno. Escuchaba gritos, risas. Cuando se iba el último, entraba a la habitación y la encontraba durmiendo. Flotaba sexo en el aire.
         Los días transcurrían sin variación, nos habíamos sumergido de modo silenciosamente convenido en una nueva rutina. El único contacto de nuestros cuerpos se producía por azar en las horas de sueño.
         No sé con exactitud qué fue lo que motivó el súbito cambio en nuestra relación. Tal vez el tardío develamiento de su pasado, de su trauma. En siete años de convivencia nunca antes me había confesado que tuvo un hermano ni que los líquidos le despertaban recuerdos mortuorios.
       Una vez intercambié breves palabras con una de sus amigas. Extraviada en busca del baño vino a parar al comedor. ¿Vos sos el marido? Sí. ¿Y qué mirás? No le respondí, le indiqué la dirección del baño y se fue. El whisky había pasado sin transición del turquesa a un fucsia brillante, casi naranja.
        Esa noche soñé que mi hermana era arrastrada por unas cataratas infinitas. Me desperté bañado en mi propia orina; sólo se había mojado mi mitad de la cama. Me lavé y me senté a desayunar. Ella dormía. El líquido en el vaso había tomado un colorido exótico: blanco, diversos matices de verdes y azules. Creí ver un movimiento ajeno al fluir cromático, una animación de formas precisas. Sostuve el vaso en la mano por primera vez desde que lo había llenado y lo escruté con la atención exagerada de quien intenta descifrar figuras reconocibles en una pintura abstracta. No hizo falta mucho esfuerzo, toda la escena saltaba a la vista. La verde espesura, las azules aguas rompiendo en un sordo estrépito blanquecino contra el culo del vaso. Entre una multitud de turistas, una niña, un niño, un empujón.
         Me bajé el whisky de un sorbo.

miércoles, agosto 17, 2005

Download in progress

      Conocí a Laura por mediación de un amigo en común atento a las coincidencias de nuestro gusto musical y a mi predilección por las pechugonas. Apenas fuimos presentados nos pusimos a hablar de música con la excusa de criticar la que animaba el convite. No recuerdo muchos detalles de esa noche, era una fiesta de navidad en la casa de alguien, habían llenado el tanque de agua con vino barato. Sus ojos y esos senos que desbordaban el escote. De los nombres que recorrimos el primero que despertó mi interés por ella fue el de Serge Gainsbourg que invocamos al unísono. Me impresionó su conocimiento de la obra de Debussy, a la que yo admiraba de modo menos apasionado. Durante la velada tuvimos pequeñas disonancias, pero cuando mencionó su gusto por las composiciones de Béla Bartók interpretadas por Gyorgy Sandor supe que esa chica era mi sino. Nos besamos y tocamos hasta el mediodía. Antes de irnos cada uno por su lado, intercambiamos nuestras direcciones de correo electrónico.
      Empezamos a vernos con cierta frecuencia. Nos quedábamos noches enteras discurriendo sobre música. Solamente interrumpíamos la charla para cojer, pero acabado el asunto retomábamos desde donde habíamos dejado. Lo mismo cuando las obligaciones mundanas nos forzaban a separarnos: el encuentro siguiente (al principio una semana después, con el tiempo nuestra impaciencia fue reduciendo la espera hasta un ritmo casi diario) proseguíamos con la última conversación abandonada. Las veces que intentamos pasar a otros tópicos ajenos a la esfera de lo musical advertimos que no teníamos ninguna otra cosa en común. Pero ¿para qué hablar sobre el precio del boleto de colectivo si todo nuestro tiempo libre no bastaba para agotar un debate sobre el contrapunto?
      Le pedí que nos mudáramos juntos. Alquilamos un departamento de dos ambientes amueblado en Villa Crespo. Ella aportó su computadora y yo mi perro. Etiquetamos cada compact con el nombre de su propietario. Laura tenía algunos más.
        Por un inexplicable escrúpulo legal nunca me había bajado discos de internet, prefería ahorrar en alimentos y comprar los originales en Musimundo. Laura, que no era de la misma opinión, logró convencerme de sus razones sin mucho esfuerzo. De común acuerdo decidimos bajar en primer lugar la discografía completa de Camarón de la Isla, imposible de conseguir por vías legales. Demoró quince días pero valió la espera. Enseguida después dejamos descargando las versiones de Gershwin por Ella Fitzgerald y Louis Armstrong. La vida vestía de rosa.
      Pero yo no era del todo feliz. Con el correr del tiempo fui sintiendo un aburrimiento progresivo. No podíamos hablar más que de música. Es mi tema de conversación favorito, cierto, pero después de algunos meses llega a cansar. Cuando volvía del trabajo y le tiraba como al pasar un comentario sobre la crisis económica, ella, que detestaba la política, me respondía con alguna referencia literaria, lo que despertaba mi aburrimiento sistemático. Para arte está el jazz, le decía e iba mirar el estado de descarga. Para crisis está el rock, me desafiaba dando pie a una nueva discusión.
         Un buen día me decidí a cortarle. Llegué a casa con un discurso preparado y la encontré sentada frente a la pc. Tengo algo muy importante que decirte, me dijo no bien traspuse el umbral. Pensé que el corte iba a ser recíproco, eso me alivió un poco. Pero enseguida agregó: empecé a bajar la discografía completa de Pink Floyd. Echó por tierra mis planes, no podía dejarla hasta terminar la descarga y pasar la valiosísima música a cds. Hubiera sido una tragedia que se llevara la computadora antes.
        Todos los días miraba con impaciencia el estado de descarga. Una noche me fui a dormir con el 98% completado y decidí que le cortaría durante la mañana. Cuando desperté ella no estaba. Fui a trabajar. En el camino de regreso practiqué el discurso una y otra vez. Al entrar me recibió eufórica ¡estoy bajando todo Charlie Parker!
        Llevamos cinco años de convivencia. Al principio se me hacía intolerable. Verla con su cara de fingido entusiasmo exclamándome su nueva descarga me daba ganas de vomitar. Pero baja tan buena música… A veces demora un mes en conseguir un disco pasa que el usuario no se conecta, se excusa. Poco antes de completar una descarga, comienza la siguiente. Por momentos pienso que lo adivinó todo y se ríe de mí. ¿Será posible?
        Recién vengo del trabajo. Laura está en el baño pintándose las uñas, así que aprovecho para sublimar mis frustraciones por escrito. Nadie más que yo va a leer estas líneas. Por las dudas dejo el archivo guardado en Mis Documentos, podría ser deseable que Laura lo encuentre de casualidad.
        Iba a terminar con el párrafo anterior, pero acabo de revisar la descarga y no puedo no confesarte la alegría y el espanto que me produce tu nueva ocurrencia: la antología post-mortem del trovador belga Jaques Brel, intitulada Quand on n’a que l’amour.

martes, agosto 02, 2005

Vacaciones en Cariló

      En el verano del setenta y siete tenía diez años y un hermanito de seis y un papá hermoso. Como todas las vacaciones, alquilamos la casa junto al bosque de Cariló. Cariló todavía era una parte del desierto que iba de Villa Gesell a Pinamar y el aislamiento nos hacía muy bien porque ponía contento a papá. Papá no era ermitaño, pero desde la desaparición de mamá había empezado a alejarse un poco del mundo y a depender mucho de mí. Se movía entre la casa y la comisaría, trataba de evitar cualquier otro contacto humano. Yo me ocupaba de las cosas del hogar y hacía lo posible para que no sufriera la ausencia de mamá. En Cariló se sentía mejor que nunca, casi sin vecinos, con el mar interminable y el bosque. El bosque en realidad es el protagonista de mi cuento y no papá. Papá también, y Nico y yo, pero más que nada el Bosque, con mayúsculas, o como le decía papá, el Espíritu del bosque. Nico es el protagonista de mi cuento.
       Según papá en el bosque habitaba un espíritu que decidía la suerte de todos los que entraban en él. Si te llevabas bien con el Espíritu, podías pasar en el bosque días enteros en paz con la naturaleza. Pero si no le gustabas, entonces agarrate. Papá nos sopló el secreto para ganarse su confianza. Íbamos a acampar y en la canasta de la merienda llevábamos pan para los pájaros y agua para los árboles, que eran sus cómplices. Así nos hicimos amigos y pasábamos en el bosque más tiempo que en la playa. Cuando nos sentimos seguros se me ocurrió jugar a perdernos y encontrarnos. Era fácil y divertido, había que elegir un lugar cualquiera y fijar como meta otro, casi siempre algún árbol de los que teníamos identificado. Cada uno agarraba por un camino distinto y era a ver quién llegaba antes. En general ganaba papá que conocía todos los atajos. Yo llegaba segunda, y muy poquitas veces primera. Nico perdía siempre. Hasta que un día desapareció. Esa vez gané yo y papá no venía y no venía. Me empecé a asustar y cuando escuché un grito de Nico me asusté más. Papá no venía y yo me torturaba imaginando todas las cosas feas que podían haber pasado. Después de un rato llegó agitado y sudoroso y con la respiración entrecortada me dijo lo vi todo, fue horrible ¿Qué viste, dónde está Nico? Se lo comió el Espíritu, Nico gritó pero no pudo defenderse. Me sentí toda fría y no me salían las palabras. Papá me siguió contando le pregunté al Espíritu por qué se lo había comido y me dijo que Nico había estado pegándole a los árboles y arrancándoles la corteza. Qué bobo dije y papá dijo que sí pero me vengué, maté al Espíritu, hijita, con mis manos, casi no opuso resistencia. ¿Dónde está? le pregunté. Por allá, andá a casa y traeme el bolso grande. Volví enseguida. No quise mirar cuando papá metió al Espíritu, pero sí vi el bolso manchado de sangre con el Espíritu adentro cuando lo llevamos a la playa. Parecía bastante pesado y ya había anochecido y frío y la playa desierta y en la orilla papá lo soltó rendido de cansancio. Se sentó un rato y lloró. Yo quería darle ánimos y le dije que había hecho lo mejor que podía hacer. El sol se había exiliado a otra parte del mundo y el reflejo de la luna naranja y redonda picaneaba al mar. Traté de levantar el bolso para tirarlo al agua pero no tuve fuerzas. Papá lo agarró, se sumergió hasta la cintura y lo empujó unos centímetros más cerca del horizonte. Volvió mojado y hermoso, y mientras lo besaba y abrazaba me sentí feliz.