Idea de Nez
De un lado el cable se rizaba y volvía a espiralarse reflejando en su vaivén las ansiedades de Natalia. Del otro, un Phillips inalámbrico nos impide conocer el estado de espíritu de Natalia. Lo supondremos sereno para quebrar la simetría impuesta por una coincidencia nominal que a efectos de la narración puede resultar molesta. No es gratuita, sin embargo. La amistad entre las dos natalias (la ansiosa y la serena) había nacido precisamente con motivo de esta contingencia. Desde luego que un nombre sólo no basta para estrechar una relación amistosa, menos aun uno tan frecuentado por los padres de todo occidente. Pero sí había servido para sumar afinidades entre dos mujeres que poco tenían para compartir con la sociedad más que la fidelidad jurada a tal o cual emisión televisiva.
Natalia, la serena, daba a la otra consejos para la preparación de un pejerrey al roquefort de invención propia que hacía las delicias de sus visitas en las celebraciones. La ansiosa tomaba nota. Nuestra imaginación posmoderna, habituada a cierto lenguaje fílmico mucho más que al literario, nos impulsa a representarnos una especie de cuadro partido al medio con una Natalia de cada lado. No obstante lo cual habrá que figurarse una gran distancia entre las dos mujeres, tan vasta como la que separa a la localidad de Avellaneda del partido de San Martín.
La ansiosa vivía en Avellaneda y escuchaba los consejos de su amiga en tanto sus dedos modelaban la gomina espiralada, santa y patrona del cobre, que no tardaba en volver a su estado original para ser nuevamente mancillada. Lejos de ahí, el parlante de un Phillips permitía la introducción de su voz en la casa de Natalia, y, junto con su voz, una forma de su presencia (como muestran las publicidades televisivas de las compañías de teléfono) que abolía tiempos y espacios.
- Te dejo, voy a ver si me apuro a comprar el roquefort antes de que me cierre el mercado.
- ¿Pero entendiste bien todas las instrucciones que te di? Prestá atención a las cantidades, ahí está el truco.
- Sí, sí. Aunque no sé... tanto roquefort a Ernesto le puede caer medio pesado, vos sabés que no anda muy bien del hígado.
- Pero si el queso no afecta a el hígado. Hacé una cosa: hacé un poco de salsa de más por las dudas, y cualquier cosa a él se lo das livianito; pero a los chicos poneles mucha que sabés que para hacerles tragar pescado...
- Sí, sí, no te preocupés.
- Haceme caso. ¿Viste lo que pasó ayer en lo de Susana?
- No se puede creer, tan chico y mirá lo que le hacen hacer. Yo si soy la madre los mato a todos.
- Hoy lo repitieron en el programa del mediodía. No le perdonan una a la pobre.
- ¿Y qué querés? con lo bestia que es. El otro día también se mandó una macana...
- ¿Cuándo?
- No me acuerdo, pero me reí tanto, mirá. ¡Ay! La hora que es, me cierra el mercado.
- Tranquila que tenés tiempo. Hasta dentro de dos horas no cierran los chinos.
- Sí, los míos me cierran ya si no me apuro.
- Pero si es temprano ¿cómo va a cerrar el mercado a esta hora? Hoy no es feriado ¿o sí?
- No, ayer fue el día de la bandera, pero que yo sepa ya terminó. Te corto así me pongo los zapatos.
- Pero Natalia, que no cierra te digo. Sos cabezadura ¿eh?
- Y yo te digo que los de la esquina cierran a las ocho. ¿Quién les compra desde hace diez años?
- Vos, pero si decís que cierran a las ocho tenés dos horas de tiempo ¿por qué tanto apuro? No vas a ir arrastrándote.
- ¿Qué dos horas? Ya son las ocho pasadas, debe haber cerrado. Ahora voy a tener que pedir pizza. Mirá que te gusta discutir al cuete.
- Quedate tranquila que tenés mal el reloj. Son las seis, hasta podés bañarte y arreglarte tranquila.
- Vos tenés mal el reloj, Natalia, son las ocho, lo estoy viendo en la pared y en el mío de pulsera.
- Y yo estoy viendo el programa de las seis, debés tener mal los dos relojes.
- ¿Qué programa de las seis?
- La novela mejicana esa, no es que le preste atención, pero la pongo de fondo mientras hago las cosas de la casa. Me gusta que haya un poco de bochinche, como soy sola.
- Pero si yo ya la vi hace dos horas. ¿La estarán repitiendo?
- Disculpame pero hace dos horas yo vi el programa de chimentos. ¿Me estás haciendo un chiste? Poné la tele, no me asustés.
- Ahí está: el noticioso de las ocho. Empezó hace un rato ya, mejor voy pensando los gustos de empanadas...
- ¿Qué canal pusiste?
- El trece.
- ¡Y ahí está la novela!
- Que no. Escuchá que subo el volumen para que veas.
- ¡Es el noticioso! Sentí vos el mío.
- ¡La novela!
A pesar del tono de comedia con que ambas natalias sostenían su coloquio telefónico, el asunto escondía una gravedad mayúscula. Cada una pudo comprobar que la emisión que proyectaba el televisor de la otra no se correspondía con el horario programado, ni, peor aun, con la emisión que le ofrecía a ella el mismo canal. Es lícito conjeturar que el desfase no despertara en las damas ningún dilema filosófico, pero sería exagerado y hasta violento no esperar de ellas alguna reacción enérgica tendiente a la resolución del misterio.
- Escuchame una cosa Natalia: yo ahora voy para el mercado de tu barrio, que si ahí es la seis seguro tienen abierto.
- Dale, vení y de paso entrás un rato a casa para escuchar el teléfono. A ver si te escuchás a vos misma del otro lado, o algo, no sé. ¿Hace cuánto que estamos hablando?
- ¿Según mi tele o la tuya?
- Es lo mismo, Natalia. No te pregunté a qué hora empezamos a hablar sino hace cuánto tiempo. ¿Como una hora, no?
- Calculá que todavía no había terminado la novela... más de una hora harán. Me diste tantas instrucciones que...
- Entonces apurate a venir, si llegás dentro una hora por ahí hablás con vos misma.
- ¿Vos decís? Me pongo los zapatos y salgo para allá.
Natalia, la serena, inquietada por un enigma que escapaba a su comprensión, dejó toda labor hogareña a medio terminar y se tiró en la cama para matar el tiempo frente a la pantalla. Sintonizó el canal trece en su habitación antes de apagar el artefacto del comedor diario.
Natalia, la ansiosa, se subió a un remís bajo la exigencia de llevar la mayor prisa posible. Tenía cincuenta pesos por todo capital y esperaba contar con alguna sobra del viaje para comprar, cuando menos, un pedazo de roquefort en el mercado de San Martín. A mitad de camino se le ocurrió una idea brillante:
- Digame, chofer ¿tiene hora?
- No, doña ¿para qué voy a tener reloj? ¿para que me maten para sacármelo? Yo me guío por los astros, como los antiguos ¿sabe?
- ¿Y qué hora serán?
- Y... está cayendo el sol. A esta altura del año cae entre las seis, las siete... a más tardar las ocho, ocho y media.
Descendió frente a la casa de Natalia con un billete de diez y algunas monedas en el bolsillo. Llamó a la puerta, entró y se abalanzó hacia el teléfono como si esperara encontrar en el inerte tubo de plástico la cifra de la felicidad. Lo que encontró, por el contrario, fue un tut que se repetía a intervalos regulares.
- ¿Qué pasó, Natalia? No me digas que cortaste.
- Claro que corté, si no iba a salir una fortuna esta llamada. Por un pejerrey al roquefort no vale la pena. Igual si corta una de las dos la conexión no se pierde; vos no tenías que haber cortado, idiota.
- Pero no, el que recibe la llamada es el que puede cortar, pero si corta el que la hace se corta todo.
- ¿Y quién llamó a quién?
- No me acuerdo... ¡qué taradas!
- Bueno, ya está, ya pasó. Ahora hay que averiguar la hora, no sea cosa que el mercado esté cerrado.
El televisor del comedor diario se encendió en el canal trece. Pasaban el programa de costumbre.